
Seguramente el gol de anoche fue uno de esos que tan acostumbrado tiene a todos. Centro por afuera, cabezazo y a cobrar. Sin embargo, siempre está ahí. Hasta cuando parece que la jugada se disuelve, se diluye y nada va a suceder. En el momento y lugar indicado para mojar. Peinándola, bajándola, aguantándola. De zurda, de derecha, de rebote, de carambola, de penal cayéndose, con el borde interno o externo del botín..de cualquier manera, siempre termina adentro.
Con la humildad que caracteriza al "optimista del gol", según el ex DT Carlos Bianchi, cerró el año manifestando que "me voy un poco triste por lo que fue el año". Un año que tuvo, muy probablemente, a los mejores días de todos en los que se puso los cortos. Aquellos por Pretoria, por Sudáfrica, en el Mundial. Y más precisamente esa noche de allá en el estadio Peter Mokaba, en Polokwane, cuando se llenó la boca de gol más que nunca. Ese gol que fue el de todos. El del debutante más viejo en convertir en un torneo mundialista.
Sin más palabras que puedan pintar o describir la escena del nombre Martín Palermo dentro de una cancha, sencillamente es un tocado por la varita. Uno de aquellos pocos que son elegidos por algún Dios mitólogico, o quién sabe por cual, que nacieron predestinados a esto y, como no puede ser de otra manera, domingo tras domingo, lo confirman.
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